LA ESTACIÓN DEL INSTANTE, POESÍA DE MIGUEL TORRES PEREIRA

Por: María del Pilar Rodríguez 

Una aproximación emocional al libro La Estación del Instante, del poeta de Arjona, Bolívar: Miguel Torres Pereira.




El instante es una estación que se vuelve a veces memoria y a veces recuerdo… 

En estos renglones vuelvo a verlo. Ahí está con su camisa manga larga Miguel Torres Pereira, entrando al salón de clase, a paso altivo, repartiendo dardos en mirada; esgrimiendo metonimias que tenían el poder de organizar las estudiantes en segundos y cautivar su atención. 

Un silencio restaba después, antes de que se entregara al tablero. Sí, se entregara. Era como sí el mundo dejara de existir y su respirar dependiera de la caligrafía preciosita que estampaba en la madera a punta de cal en barra -tiza-, o los dibujos biomorficos de los que se valía para explicarnos en cada clase. Eran tan bellos que daba mucho pesar borrarlos. Lo que ahora me hace preguntarme: ¿Por qué los hacía efímeros? ¿No era acaso mejor hacerlos en una cartulina y que su belleza no desapareciera? ¿No era más práctico? 

Y justo cuando escribo estos cuestionamientos, encuentro la respuesta en su poesía. Miguel Torres Pereira es un cultor del instante, lo consume de manera voraz, como la ira de la que se acusa en algunas páginas y que yo tal vez una vez logré despertar… Le propuse que me dejara hacer el cuadro hemático para la feria de la ciencia y me soltó la frase que aún me resuena en la cabeza: “Tú no te vas a poner a jugar con sangre”, a raíz de lo cual le escribí un texto titulado: “Y resulta que me encontré a Drácula”. Párrafos atropellados, irónicos y basados en su amor por la sangre, de la adolescente que en secreto siempre lo admiró, aunque nunca lo admití abiertamente porque no era regular hacerlo con “la cuchilla” del colegio. 

Cursé el bachillerato en el Colegio Eucarístico de Santa Teresa en Cartagena de Indias y recibí de
Fotografía: Lidia Corciones

Fotografía: Lidia Corcione


 Miguel las clases de biología y luego de química. Se decía en los pasillos que era poeta, pero para esa época tenía un cliché metido en la cabeza que me impedía creerlo. Sin embargo, el tiempo y su tejido hicieron su trabajo y volví a saber de Miguel y me hizo llegar las páginas en las que hoy lo recorro. 

Mi camino en las letras no es precisamente en poesía, por tanto, es mi deseo que se entienda mi aproximación como intuitiva más que crítica, con el imperativo del maestro hecho poeta que habita mi cabeza. 

Esta es una colección de versos caribes desde su cariz melancólico y reflexivo, nacidos de un alma que se aventura en el camino de los motivos y que encuentra en la intimidad de su casa la libertad de palabras. Un escribano de lo onírico que me transporta al patio escolar en un aparte de Miedo de la tarde, ese mismo patio donde el poeta hacía rondas en busca de alguien mal sentado o alguna expresión inapropiada, plantando las semillas del buen comportamiento, o hasta la bondad de las certezas que son con frecuencia consuelo en la incertidumbre, tal cual su poema: Para otros vientos. Renglones que parecen construidos con los mismos colores con que dibujaba el sistema digestivo, en ese tono casi pictórico de Atrapando un poco de luz, y a veces en libertad visceral y con el alto duende, con algo del sabor de mi fantasma favorito de mis días de estudiante, de hoy y de siempre: Obregón, en: Creo en la luz

Párrafos forjados sin el abuso de la floritura, pero a veces si de lo narrativo… Confieso que lo disfruto más en los pasajes hijos del arrojo sin brújula donde la palabra es como el color al lienzo, como las conductas juveniles… Ese punto donde el poeta suelta las amarras de lo terreno y no teme decir: “Hay un ángel que defiende mis horas mientras ellos queman el carbón y el aliento con el que fui invitado a la hoguera de estos días.”. Me emociona cuando el poema me abraza y es Liturgia de lunas. Tal cual disfruto la elocuente valentía -a estos tiempos aciagos- de Estación del miedo, que tiene algo de Fauvé cuando es Instante y deliciosamente descarado cuando se dirige Al Ángel Escapado, a tono con una invitación que en este momento es más que deseable, de una copa por los instantes recuperados de la memoria, así sea con un Áspero sabor

Miguel Torres es una pluma caribe como lo es el atardecer en Marbella después de la lluvia, como el retorno de los pescadores en La Tenaza, como lo era el tablero después de borrar sus dedicados dibujos o los girasoles que, en su patio de Arjona, hoy, lo custodian. Una lectura que es consuelo en varios momentos -papel máximo de la poesía- y que mejor aún, no tiene entre sus pecados la mentira.

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