México desde el encierro con Elena Poniatowska


Por: María del Pilar Rodríguez
Escritora / Curadora de arte


Con Elena Poniatowska en su residencia en CDMX. Mayo 2018

Hemos escuchado tanto aquello de que los libros nos hacen viajar que, ya mencionarlo parece un cliché... Aunque tal vez nunca como ahora, la humanidad había tenido la oportunidad de experimentar la verdadera libertad que pueden dar en el encierro… Entre otras, porque no son todos los textos los que nos permiten visitar más allá del lugar; el alma de sus habitantes, la raíz de su sentir, la carne real de sus héroes, el peso de sus angustias, además de toda la infinidad de grises que se cuelan en medio, tal cual en una obra de arte magistral. Pues así en la pintura, en la literatura: el gran colorista se conoce en sus grises.

Por encima de las directrices de salubridad que hoy nos condenan a no salir de nuestras casas, he vuelto a México. He vuelto a México una y otra vez, he entrado en las casas porfirianas y las presuntuosas costumbres que las habitaron hasta mediados del siglo pasado, he caminado enamorada el parque de Chapultepec siguiendo los rastros de amores contrariados, perseguidos o aplaudidos, fantaseando con tomar el sol de piel plena en las terrazas donde la sensualidad y el arte se dieron cita en una fotografía de Edward Weston, cuya profundidad de aguas estéticas solo pude llegar a discernir corriendo calle abajo tras el bien amado, el mal amado, la persecución de la idea, la emancipación de la mirada, el disparo que ha sido vida y también muerte para “Tinísima” y con ella para todas la mujeres perseguidas a lo largo de la historia… Variedad de acontecimientos que son uno solo: un México desbordado, emocional y desbordante que he recorrido a través de letras de mujer.

Ángel en la colonia Chimalistac CDMX
Conocer México es imposible, lo sé, no solo por su dimensión geográfica y su policromía extravagante, ni por caer en ese elogio tantas veces repetido… Sino a la luz de la certeza de quien tras caminar un puñado de sus calles entre los adoquines ancestrales de la colonia Chimalistac, custodiada por un ángel, ha tocado las puertas de la voz que me lo ha confirmado, y que se lo confirma a cualquiera que deje que “Hasta no verte Jesús mío”, “De noche vienes”, “Luz, luna, las lunitas” entre otras obras, le absorban con la mística determinación de una hechicera, que nacida en el seno de las certezas paradigmáticas de la élite europea de principios de siglo, se ha vuelto autoridad en la magia de guarache, que es aquella que en franqueza rotunda gesta el milagro naturalmente, sin mayor atribución que la sonrisa desenfadada que recibe mi visita ansiosa, justo, a la hora del té.

El nombre de la calle donde habita es la misma del premio que le dieron en el 2013 para volver a aplaudir lo que miles ya han aplaudido, pero esta vez a la altura de lo que sus letras merecen, no por el riesgo que ha implicado desenterrar los motivos desde la “Noche de Tlatelolco” hasta el padecimiento de su amigo Álvaro Mutis en la cárcel de Lecumberri, sino por la determinación sin ambages de ser fiel solamente a sí misma.

Nacida princesa de Polonia llegó desde Francia con su familia a México en los años 40 en busca de la paz que se escamoteaba a su tierra natal. Llegó niña a este terruño nuevo que se erigía en colores y encanto, pero también en impacto al ver la doble cara de la moneda: entre las luces folclóricas y la brutalidad de la pobreza.

Su belleza de porcelana de museo contrasta rápidamente con la fuerza de su carácter, las chispas de sus ojos claros son de cariz inextinguible, su voz es una mantequilla batida con la cadencia determinada de la sabiduría, que, en un instante, sin antesala ninguna, sentada en la poltrona amarilla de sus pensamientos, entre miles de libros y ad-portas de un primoroso jardín, suelta la verdad que ha sido el angular de su existencia: ¡el secreto está en nunca detenerse!

Lo suyo es la imagen. En altisonancias musicales nos lleva de la mano por el paraje que se le antoje en culto absoluto -pero no mentiroso- de un México amamantado por mujeres de fuerza monumental y pensamiento distinto, que ella presenta página a página al mundo, en su libre condición de amantes, cómplices, guerreras, líderes, amigas y enemigas; observando hasta el límite de lo obseso cada detalle de su mundo: desde Juchitán hasta la colonia Coyoacán ida y regreso, desde Zobeida -la modelo de la famosa fotografía Nuestra Señora de las Iguanas- hasta la casa de Frida... Pues lo suyo no son ni los estratos socioeconómicos, ni los encasillamientos de crónica roja, lo suyo es el humanismo literario de quien como Rilke tiene el escribir como una necesidad vital y en las historias que configura un deber, que con afortunada gracia nos regala entre otras, refrescantes retratos del femenino primigenio.


Mural en el Museo Diego Rivera en CDMX
Es una peregrina, una peregrina de las emociones humanas, pero sobre todo de aquellas que emergen de la piel del exiliado, el perseguido, el apaleado por una historia que le fue impuesta más allá de una razón explicable, por haber nacido con una sensibilidad desbordada en una flemática cuna inglesa -como es el caso de Leonora Carrington- o por simplemente haberse atrevido a ser creadoras de su destino como “Las Siete cabritas” o “Las soldaderas”, cuyos rostros de mural en mural fui persiguiendo, una vez sus efigies literarias me fueron reveladas en ese sortilegio abrumador que exhalan las páginas escritas no solo con habilidad, sino con convicción.

Tina Modotti, Manuel Álvarez Bravo, Lola Álvarez Bravo, Graciela Iturbide, Felipe Haro… Son muchos los álbumes de creación fotográfica que sus letras nos han abierto. Siente clara pasión por esta acepción del arte, y desde sus inicios, hasta ahora -al interior de la fundación que en Ciudad de México lleva su nombre- ha hecho todo lo que ha estado a su alcance para la exaltación de este oficio -visionaria- mucho antes de que siquiera presintiéramos que hoy viviríamos, en esta, la era de la imagen.

Sus páginas, aunque navegadas por estos ojos ya hace unos años, emocionándome desde el primer atisbo y revelándoseme aún más auténticas en la voz que las gesta, solo han logrado hacerme urgente escribir estas palabras hasta ahora, en el seno del encierro, pues ha sido el actual aislamiento viral global endiablado, el que ha mostrado la verdadera potencia de su naturaleza, entre poética y volcánica.

El mismo Dios Azteca Huitzilopochtli ha visitado mi ventana con sus alas de colibrí para hacerme recorrer sus tierras a paso de La alameda, de camino a la plaza de victorias y derrotas, en ese Zócalo que se hace sobrenatural cuando uno piensa que el fantasma de Nahui Olin, Pita Amor, Elena Garro o Nellie Campobelo puede andar por ahí, en busca de una turista colombiana distraída a la que seducir, para ir a una de esas fiestas pintadas de azul casa o de naranja atardecer, de gris obrero o blanco negro fotograma; porque si algo tienen las páginas de esta “más mexicana que el mole” es hacernos vivir.

Creadora de narrativas de naturaleza externa. Ha insistido en ser coloquial al punto de lo popular, bebiendo a raudales de la musicalidad “quedita” del acento callejero - citadino de la ciudad enorme de América Latina. No teme al dicho, ni a la ligereza del idioma franco de las plazas de mercado, como si huye sin miramientos del extranjerismo y todo lo que trate de ser impuesto sin razón, sobre las bases de unas raíces que hizo suyas a fuerza de renglones: desde las columnas periodísticas donde durante años ha denunciado la injusticia, hasta los dolores ansiosos de las mujeres tras las puertas de sus mansiones, sus departamentos, sus habitaciones o sus jacales que en novela y cuento nos ha compartido…

Al escucharla, un poco de vuelta de todo y  avanzando con todo, tomando una copa de vino con uno de sus hijos, al tiempo que corrige los originales de su nuevo libro, en sus tenis contemporáneos de mujer de alma veloz, termina uno consciente de que hacen falta muchos kilómetros para poderse llamar intelectual latinoamericana, y muchos más para que eso sea digno de ser contando. Hacen falta no solo muchas páginas, sino claridad en los objetivos, congruencia entre sentimiento, pensamiento y acto. Hacen falta más de ochenta años de activismo inteligente y grácil, indómito y amable, de letras valientes, asertivas y estéticas para poderse llamar con todas las letras: Elena Poniatowska.

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