CASABIANCA: Julio Larraz en la Galería Duque Arango



 Por: María del Pilar Rodríguez
Curadora de arte plástico y fotografía

Con Julio Larraz en la Galería Duque Arango
Las leyendas antes de entrar a las páginas de la historia son un hecho que dentro de la cotidianidad se vuelve magnífico, por diferenciarse de lo regular, y en estos tiempos líquidos: por la capacidad de permanencia.

Más de 30 años de éxito están tras el umbral, decenas de exposiciones exitosas, de sonrisas y halagos, de grandes aciertos y miles de sensaciones armonizadas en sala, a lo largo y ancho de la América y otras latitudes.

Soy testigo y quiero seguir así, como un silente testigo. Mientras desde los muros me susurra uno y otro y otro personaje, que es a la vez él mismo, ese que con sonrisa cierta y mirada ávida se presenta al compás de quien no necesita floritura distinta a su nombre para imponerse: Julio Larraz.

Entrar a la galería Duque Arango ha tenido para mí siempre un halo de cuento de hadas, cierta en que esas paredes me dirán algo nuevo, otorgándome que guardar en la memoria, justo al lado de su mítica vinculación con nombres como: Obregón, Syzlo, Grau, Manzúr, por citar solo un puñado de los artistas que han representado. Pisar cada baldosa es seguirle los pasos a la luz, a la luz más difícil: la de la gran pintura.

Luz que hoy se impone en canicular blanco cual vela abierta que nos invita a navegar, a explorar el universo paralelo creado a pincelada limpia, salpimentado con ironía y gobernado por una placidez angular, que favorece a los sentidos en la observación de las telas, no solo en sentido estético, si no conceptual, alrededor del tema que en esta oportunidad les es central: el tiempo y el poder, en el tono infidente y siempre seductor de la visión Larraz.

Su paleta esencialmente caribe explota en la mirada con un efecto multisensorial solo capaz de ser logrado por quien lejos de ser pintor, se ha hecho pintura. Esclavo de una galaxia de pigmentos, bajo un imperativo onírico que se entrega con una dedicación extravagante por construir y deconstruir el horizonte; en función de llevarnos más allá de las palabras, de nuestros juicios e ideas, para sumergirnos en escenarios teatralmente edificados con el fin de recordarnos nuestras contradicciones, al tiempo que los secretos deseos de la piel y el corazón, todo orquestando en una matemática sinfonía plástica.

Lejos de lo líquido y lo efímero, la propuesta de Larraz penetra la pupila y se asienta en la memoria, extendiéndole al espectador la oportunidad de la asociación o la negación ante los propios referentes, incluso bajo los yugos que intentan etiquetarlo, sin comprender que, la receta Julio Larraz no es de las que se pueden enmarcar en este o aquel movimiento, pues la convergencia de distintas corrientes, la diatriba, el contraste, más aún el contrapunto, son la columna vertebral de su trabajo, que guardando ciertas semejanzas con la realidad que nos circunda, no es realista, que siendo onírico y a veces visceral, no es expresionista, e invitándonos a soñar no es surrealista. Es una suma de todo esto, como corresponde -evocando a Lipovetsky- a un excelso creador híper moderno.

En clave figurativa a compás emocional, al entrar a la sala, por un momento me creí atrapada en la cinematografía de "El otoño del patriarca", porque en estas obras, está presente esa cita de la edad con el deseo, el tiempo con la grandeza, la soledad con el poder; tejiendo lazos indómitos entre los extremos de la emoción humana.

Ensoñación impostada que requiere de una segunda vista para comprender la densidad de su mensaje, e identificar la carga brutal de los rostros desdibujados, la negativa a abandonar la altivez a la que obliga el paso del tiempo, retratando la más rotunda prepotencia en el gesto de una sola mano.

Pintor sagaz, el juego de Larraz no es el del panfleto simple. Cada mensaje que su obra exhala es fruto de un sistema de pensamiento alimentado y renovado diariamente, resultado de un deseo de crítica a fenómenos de nuestro tiempo, muestra del retroceso intelectual y el anti-humanismo que cada día se extiende con mayor intensidad. Todo comunicado diestramente mediante la consagrada ejecución del hecho estético; ofreciendo en cada obra una memoria sensible de su tiempo, como digno hijo de la historia.

La idea de su edad se diluye en el desenfado que emana su presencia, la naturaleza despreocupada de su discreta sonrisa y la elocuencia contemporánea de su conversación. De mirada pícara, sus palabras son exactas y contundentes a la hora de defender lo que cree, que es por demás sinónimo de lo que crea. Eso mismo que con frecuencia parece nacido como parte de un sortilegio serendípico que, contradictoriamente solo lograr gestarse en la cocina de un pincel experimentado y obstinado, estudioso de la gran pintura y su embriagador efecto.

Juguetón, la lúdica en su trabajo es angular, tal cual su auto exigencia técnica que va desde el análisis de la óptica cromática hasta la jerarquía de los ejes temáticos, todo ello protegiendo la frescura del boceto. Una experiencia multisensorial que por estos días tiene como habitáculo una sala a su medida en dignidad, reputación y experticie: la galería Duque Arango.

Una muestra imperdible para los sentidos y gratificante para la sensibilidad, prueba fehaciente de que cuando la seriedad, la ternura y el talento se encuentran pueden construir el principio de una leyenda, que la historia podrá recordar como Julio Larraz, un artista que en policroma armonía nos han abierto la puerta de esta  Casabianca.

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