Macondo y el legítimo derecho de soñar
Un recorrido por las definiciones que
dan origen al nombre del pueblo imaginario.
POR: María del Pilar
Rodríguez
Investigadora sobre
la vida y obra de García Márquez / Curadora de arte.
En la Zona Bananera en el 2014 |
Macondo es un vocablo que ya hace
parte del patrimonio literario global, gracias a las “gracias” del nieto de
Papalelo y Mina, el sobrino de la tía Pa. Un colombiano universal que un día,
en el 2007 gracias a su éxito en la literatura mundial, tuvo que aceptar
abiertamente -en el homenaje que en Cartagena de Indias le rindió la Real
Academia de la lengua española- que efectivamente había escrito una obra que se
vendía como salchichas. Un Cien años de soledad que a ese momento ya había superado
en ventas el número de colombianos en el mundo: completando la medio bobadita
de cincuenta millones de copias vendidas; sin tener en cuenta la piratería
-lamentable pero existente- y la cantidad de veces que un libro es prestado,
para no aceptar que sus lectores superaban ya los doscientos millones a lo
largo y ancho del planeta.
Escenario en pléyade de traducciones
que ha hecho que la palabra Macondo exista tanto en Yugoslavia como en Magangué
Bolívar y que su prevalencia sea inmune a todo juicio distinto a las licencias
infinitas de la imaginación. Al punto, de que hay quienes creen que esa palabra
es invento del escritor, y resulta que no.
Macondo es un término cuya existencia
antecede al pueblo imaginario fundado en cabeza
de José Arcadio Buendía. Asunto
que el autor dejó claro en su autobiografía cuando escribió: "El tren hizo
una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única
finca bananera del camino que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo.
Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi
abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba por su resonancia
poética."
La Finca Macondo en el 2014 |
Y es justamente en estas líneas donde
queda revelado el gran atributo de la literatura Garcíamarquiana: darle
resonancia poética a o lo cotidiano, al letrero destartalado de una finca -que
por cierto aún existe en la Zona Bananera- y que, con toda certeza, nunca
esperó llegar a tener estirpe de patrimonio literario universal.
Sin embargo, esta anécdota es solo la
punta del hilo de Ariadna que constituye el significado de la palabra Macondo. Empezando
por la que se presume es la razón del nombre de la finca… Cuando la United
Fruit Company llegó al territorio donde buscaban establecer sus cultivos y “el
gallinero electrificado para sus ejecutivos” -parafraseando a García Márquez-trajo
consigo diversas variedades de banano, entre ellas una rojiza, denominada:
variedad Macondo. Especie, que no fue la seleccionada y por ello, las plantas
fueron regaladas en las inmediaciones de los cultivos, poblando los jardines
aledaños y popularizando su nombre, sin embargo, ahí no acaba la historia…
Así mismo, en los alrededores de Aracataca
existe un árbol delgado, de una madera frágil -parecida al balso- que también fue
bautizado como Macondo; cuya naturaleza lo hizo víctima incesante de los rayos,
al punto de que encontrar uno -cuando yo llegué en el 2009 a hacer mis pesquisas
a Aracataca- tenía bastante cara de milagro. Circunstancia que conocida por el
jardín botánico de Turbaco – Bolívar, les generó la idea de cultivar Macondos
para hacerle el regalo a Gabito. Lo que no solo cumplieron, si no que pasó a
ser el árbol central del jardín de su casa en Cartagena, fabricando una escena
tanto idílica como tierna: el padre de Macondo viéndolo crecer por la ventana.
Y aunque esta escena pareciera coronar
con creces este entramado de significantes, resulta que no, pues sembrado el
árbol, multiplicados los cuentos. Fernando Cano Busquets, fotógrafo de profesión
y soñador consumado, retó a García Márquez, quien aseguraba que ese tal árbol
no florecía, lo que a la larga lo haría desaparecer tal cual el último Buendía
engullido por las hormigas… Hormigas tan obstinadas en su cometido como
Fernando Cano que se prometió no solo hacer florecer un Macondo si no mostrarle
al mundo su flor. Lo que logró después de años de ver crecer su propio cultivo
macondiano en su finca -en inmediaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta- y
disparar las imágenes de esa flor que Gabito si las vio, a tenido que ser desde
el más allá…
Un más allá universal, en el que nos
apoyamos todos los que en materia de García Márquez nos la pasamos buscándole
la quinta pata al gato, hasta encontrar en el África una tribu conocida como “Makondos”,
que se dice padecen insomnio, tal cual los habitantes del pueblo imaginario, al
contraer la peste del olvido.
Mal de eternos despiertos y
prestidigitadores de vida como los amigos de Sincé que, entre bolita de leche y
bolita de leche, ya me andan contando de un juego de mesa hecho en madera que rodaba
por las sabanas del caribe colombiano, y que también ha sido conocido como
Macondo. Lo que no me suena inverosímil porque árbol, pueblo, tribu o banano,
si algo se puede hacer con Macondo: es jugar.
Juego mágico en el que terminé metida
hace ya una década gracias al ser al que con mayor dulzura, abnegación, respeto
y alegría he visto definir esta palabra. Un ser caribe designado como “ingeniero
cultural” -por su hija Patricia Alejandra- al emprender el camino de trabajar
en la Fundación Gabriel García Márquez para el nuevo periodismo iberoamericano
-hoy Fundación Gabo-, tras haber hecho carreteras aquí y allá. Jaime García
Márquez, que con la mirada brillante de los crédulos insignes de la familia
Garcíamarquiana me dijo sin sonrojarse: “Es simple, Macondo es un estado del
alma”.
Una definición que al unísono de
apartes del discurso que García Márquez compartió cuando le fue concedido el Nobel,
hablando de la soledad de América Latina y su capacidad de soñar su propia
historia, nos enfrentan a la fuerza universal de este término, que amén de estas
y otras definiciones que la ciencia y las artes nos puedan legar, es por encima
de todo una puerta permanentemente abierta hacia el legítimo derecho de soñar.
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