La lluvia en Cartagena

Parrafada a priori de la ciudad amada en gris...

La lluvia lenta de Cartagena, modifica la densidad de eso que llamamos realidad, facilitándonos el acceso a la dimensión paralela en la que de manera simultánea existe todo individuo: la de las melancolías. 

Ver llover en los andes es casi anodino, porque los grises son lienzo de fondo de su esencia. La lluvia en esas latitudes es el lenguaje natural, tal cual el llanto para un recién nacido… Por el contrario, la lluvia en Cartagena huele a nostalgia. Tiene el sabor metálico de las emociones de media asta, de las ansiedades estancadas, de los recuerdos que fijaron residencia en las cloacas del pasado, de todo lo que del alma emerge con textura abrumadora, pesada, casi hostil.

El gris es un color difícil, sobre todo cuando zanja abruptamente los amarillos, verdes, naranjas, azules y magentas explosivos propios de esta ciudad, donde las trinitarias en los balcones, los portones de añil y las musas de Enrique Grau, hacen pensar en la incandescente euforia de 40 grados a la sombra como un estado natural.

La lluvia en Cartagena… Esas gotas lastimeras que no son ni rocío ni tempestad, son la banda sonora de un humor enrevesado, muy parecido al sabor angustioso de la decepción de un amor adulto, que le suma a las desidias de la juventud, el inclemente autofustigamiento de la madurez.

El agua celestial se suicida en las calles enfriando el pavimento antes encendido por el sol que parecía infinito. El espectro de celestes oceánicos, es acuchillado por los nubarrones de acero, en cuyo vientre se gestaron los malos augurios… Porque no hay nada más triste que el sol de Cartagena apagado por un intento de electricidad que no es trueno, un boceto de paisaje siniestro que no le alcanza para ser arte.

Los caminos empedrados pierden su calidad de brasa y se vuelven mapas de espejos rotos, tal cual las ilusiones de aquel que descubre la otra cara de la vida, ese rostro que resulta tan extraño para quien en busca de las mieles termina sumergido en las hieles de la existencia.

El viento cargado del manantial que no alcanzó a ser, se vuelve tan pesado como las almas en pena que no logran desprenderse, justamente de esa existencia que tanto las hizo sufrir.

Los aromas de los viejos arcones en las antiguas mansiones coloniales se intensifican. Tal cual la velocidad de los hongos en su misión de podrir hasta lo más querido.

Solo los helechos sonríen, esas plantas sabias que se la pasan la vida flotando entre cielo y tierra, son las únicas que entienden el lenguaje secreto de estos días en que la ciudad heroica luce su traje más mustio… Desteñido por el tiempo, desde los días en que Vernon abandonó sus costas, hasta ahora, cuando pocos recuerdan al pirata, pero cientos imitan sus actos.

Cartagena de Indias sudada por la lluvia, es una acuarela lacerada por un accidente acuático,  es el óleo que nunca se seca, es el paraíso desteñido por infames estarcidos de quien incólume ante  la esperanza perdida, esconde los sollozos entre gimoteos de cristal.

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