EL SER MUJER, NUNCA SE DEJA DE APRENDER

Una aproximación a esa experiencia cotidiana de aprender a ser mujer, a propósito de la celebración del día de éste género del que hago parte y me declaro además la más rotunda admiradora.

No soy una mujer de clichés, quienes me conocen, aún de lejos, saben que soy la antítesis de un montón de estándares. Y quienes me conocen de cerca, saben que he trabajado en ello toda mi vida, y que si de algo me siento muy orgullosa, es de ser diferente, aunque por supuesto, habitada por más color rosa del que me gusta aceptar en público.

Nací mujer, pero no soy mujer, por lo menos no del todo, pues cada día aprendo más de ésta condición, gracias a los mensajes de mi cuerpo, pero sobre todo porque la vida me ha dado y me da el privilegio de compartir con un abanico de femes que me enseñan cada día. Escuela vital de la que hoy al despertar me hice consciente, con la gratitud con la que se tiene consciencia de que la vida es un recorrido para ser, sentir, crear y aprender.

La primera escuela que recuerdo es mi abuela: Lola Aguilar de Saumet. Una rubia extraordinaria, que con movimientos de gacela, siempre en tacones y con uñas y labios al rojo, magenta o naranja, me demostró que el carácter no tiene nada que ver con la arrogancia y que el respeto a una falda, se logra con la misma delicadeza con la que se amanta un niño.

Mi abuela era la gerente de un taller de mecánica y orquestaba a todos aquellos hombres con una habilidad prístina, sin perder jamás su maravillosa elegancia, siempre peinada y vestida a punto de pasarela, mientras se ocupaba con la más grande ternura de mis caprichos que, terminaron acabando con toda la cinta de su máquina de escribir decenas de veces -porque desde siempre fué mi juguete favorito-.

Al unísono, mi madre, Nancy Saumet, la alegría materializada, la belleza en su más elocuente expresión, el caribe mismo en su caminar altivo, me ha enseñado el amor como arma fundamental de supervivencia, el creer como la puerta que  abre, la sonrisa como una llave maestra, confirmando que no hay nada imposible para una mujer que así lo elige. Educada, culta, elegante y divertida; mi madre no tiene edad, puede ser tan niña o tan adulta como quiera, mi más grande cómplice, alienta y aplaude hasta mi más descabellada locura. Su historia ha sido para mi el testimonio físico de la existencia de la poesía.

Y como si estas dos damas anteriores no fueran suficiente regalo del universo, la vida me ha seguido entrenando en éste oficio del femenino, con un arsenal de maestras de lujo... Recuerdo claramente  el día que vi materializada la elegancia en tacones -unos muy altos por cierto- ...Fue en Cartagena de Indias... Yo a penas pellizcaba los 14 años cuando aquella mujer apareció en mi horizonte, justo al otro lado de la calle, gobernando una casa al tiempo que se robaba la mirada de todos, no solo por su esbeltez, sino por la fuerza de su presencia  y una habilidad increíble de manejar aquellas agujas en los pies cual si fueran tenis. Nadie me lo contó, yo la vi escalar a trote todas las explanadas del fuerte de San Felipe de Barajas montada en sus zapatotes, sudando unas mínimas e imperceptibles gotas, con una grácil sonrisa de soñadora de utopías. Su nombre: Claudia Fadul Rosa, y ella me enseñó que la belleza y la elegancia, no son enemigas de los logros profesionales.

Y en ese mismo territorio, años despúes, me invadió una sensación similar. Siendo considerado el oficio del vino uno más masculino que muchos otros, un día entró a mi vida una mujer que vestida siempre como acabada de recortar de la Vogue Italia, lograba embriagar con su diestro conocimiento del mundo del vino, justo antes de la primera copa. Estudiosa de su pasión, es sin duda la colombiana que más sabe de ese planeta vinícola, esa misma que no para de investigar, camino en el cual se ha ganado el respeto de muchos hombres, más que por la belleza de su cuerpo de atleta de alto rendimiento, envuelta en Custo Barcelona de última, por su conocimiento y más aún, la pasión sin límites que tiene por su oficio. De ella aprendí un montón de cosas de vinos, jamones y aceites, pero sobre todo que se vale serlo todo: bella, sabia, elegante y divertida. Olga Cervantes, una amiga de esas que uno no deja de admirar nunca, una de esas que cada día demuestra que no hay reto imposible para un alma apasionada.

Y si de pasiones se trata, la vida en ello ha sido más que generosa conmigo, y me ha puesto en el camino unas amigas cuya historia es el físico testimonio de que se vale soñar, se vale soñar a favor de los otros, que termina siendo a favor de uno mismo, porque cuando se ama lo que se hace solo vasta hacerlo para ser feliz. Un abanico de creadoras de utopías, esas que llamo cuando "tengo una idea", porque ellas siempre creen que se puede.... Hortensia Sánchez, Paola Gutiérrez de Piñeres, Irene Acevedo, Julia Luna, entre muchas otras.

Las matemáticas y yo nunca hemos sido amigas, de hecho poco de ingeniería y sus afines, sin embargo, mi historia ha tenido de ello unos primorosos ejemplos que confirman que ser ingeniera mecánica y tener una manicura perfecta no es antítesis... Las he visto sentadas en la oficina, las he visto de casco y botas, y tengo la certeza de que tienen una relación con las máquinas que cualquier hombre envidiaría. Me han enseñado que puede más "maña que fuerza" y que la autoridad también se puede imponer con dulce simpatía. Sí señoras son ustedes: Melissa Benedetti, Adriana Coba y Nezly Martelo.

No sólo de pan vive el hombre... Es una frase vieja y quizá gastada, pero solo logré empezar a entenderla hace años cuando conocí a Pilar Jaramillo, quién me abrió la puerta a lo espiritual, a la necesidad de sanar el alma, de entender que no solo somos cuerpo, de que más allá de éstas manitas que escriben hay que cuidar lo que por allá adentro nos llena, nos suma o nos resta según como lo tratemos. Pilar, enchufada del cielo, me abrió la puerta a como soy por dentro, dejándome claro además que el tiempo, ese viejo enemigo de muchos, simplemente no existe.

Tiempo, ese que parece escurrirse entre las manos como un tesoro que se derrite sin remedio, marcando días en el calendario y años en la cédula. Ese, cuya huella muchas intentan detener a punta de cremas, ese que vestido de edad parece ser un martirio para algunas, hasta que uno tiene el privilegio de encontrarse en la vida con mujeres como María Teresa Guerrero y Myryam Ochoa, que de entrada con su sola presencia, dejan bien establecido que la edad es un estado del pensamiento y que la juventud puede llegar a ser sin duda, una condición eterna. Maté, mi maestra en las artes y la vida, Myryam una cómplice con la que me he disfrutado las mejores conversaciones y las más insignes copas; las dos, siendo más que una lección en cada encuentro.

Encuentros, esa es la vida, un recorrido donde atamos y atamos lazos todos los días, donde nos encontramos y perdemos; donde hay quienes se reinventan y lo dejan a uno con la idea de que nada es imposible y que una sola decisión transforma la propia historia; que se vale ser una nueva versión de una misma cualquier día, como me lo ha dejado clara mi psicóloga favorita, mi cocinera predilecta, una mamá de esas de lujo, que tiene además el matrimonio más hermoso que conozco... Sí, eres tú Leventhaladas, más conocida en el mundo real como Sandra Leventhal Rosemberg, una mujer con todas las letras, que me enseña ante todo, a nunca tener miedo de empezar de nuevo.

Levantarme temprano, muchos saben que eso es de las cosas que me cuestan en la vida, eso, al lado de la maternidad y la disciplina, son por mucho las tres cosas que más admiro, y como para no creerlo la vida me ha puesto en el camino, muy muy dentro del corazón, a dos personajes que se levantan a una hora inaudita todos los días, son madres excepcionales (amo a esas niñas con mi alma), son profesionales de enmarcar, manejan como el mismísimo Montoya, normalmente están arregladas -aunque son unas hippies totales- y como si fuera poquito están siempre disponibles a una llamada. Son hermanas, tías, primas y amigas de primera; son el carro de los sueños: alto rendimiento, poco combustible. Dos mujeres que me sorprenden cada día más y que como todas las anteriores me confirman que me hace falta mucho que aprender de ser mujer. ¿Sus nombres? Ana Cristina Duva Márceles e Hilda María Escobar Vélez, unas mujeres "crack" de la existencia.

Y continuando con las que se levantan a horas insospechadas llego al mundo de las súper ejecutivas, esas que siempre tienen una respuesta, siempre tienen energía, que con la derecha organizan una fiesta, con la izquierda acarician al esposo, con un pie organizan el guardarropa, con el otro manejan el computador y a manera de cabezazo consienten a sus hijos... Estudian, inventan y se han ganado el respeto corporativo y personal a fuerza de trabajar, trabajar y trabajar; generando en mí, no sólo una admiración genuina, si no además una sorpresa absoluta, porque cada día demuestran que son capaces de más. Ellas: Martha Lucía Constain, Mariné Morera, Fanny Guerrero y Fabiola Morera, más que un ejemplo de que el mundo corporativo tiene unas protagonistas de lujo, escritas en letras doradas y en femenino.

El femenino, un universo tan vasto como loco, lleno de creatividad. Territorio donde además me siento más que cómoda, porque es el espacio donde los imposibles son el aliento y la vitalidad insumo para crear más allá de las palabras, incluso de las propias ideas. Segmento poblacional donde he conocido muchas creativas, artistas, diseñadoras, entre ellas: Pilar Meira, Clara Mejía, Olga Jordán, Martha Sánchez, Magola Moreno, Magdalena Ferrer, Patricia Glauser, Lía Samantha, Enilda Alfaro, Ingrit Mestre, Cilia Payares, entre otro sin número de creadoras que todos los días animan la vida de alguién con una de sus creaciones, siempre pensando en pro de encontrar otra respuesta... Abrazándonos con un vestido, halagándonos con una pintura, una fotografía, una escultura o un proyecto, afirmando con su propia existencia lo que el vocablo ya dejó claro: Creatividad se escribe esencialmente en femenino.

Aprender, una de las cosas que más me gusta en la vida, aunque siempre pensé que era mejor más allá de la academia, hasta el día que conocí a la profesora  más sonriente del mundo. Una mujer que gobierna una institución educativa con centenares de alumnos, luciendo siempre la más amable de las expresiones, alguién quién contradice con su actitud frente a la vida, el viejo mito de que las "rectoras" son de mal carácter. Carmen Alvarado Utria, rectora del Colegio Mayor de Bolívar, compañera de proyectos, ejemplo de disciplina, altruismo y visión, una profesional que me ha enseñado el valor de la educación y sus infinitas posibilidades.

De posibilidades está lleno el mundo, y si nos detenemos a pensar carece de fronteras, por lo menos si lo vemos a través de una mujer que lo ha demostrado así, con cada día de trabajo, con cada reunión, con cada reto interoceánico que se impone, al unísono que organiza a una pléyade de artistas en favor de un camino. El orden en el arte desde afuera, aveces parece imposible, pero existe, y existe bajo la batuta de muchos hombres, entre los cuales se impone con luz propia, la galerista y amiga Elvira Moreno, quien con la firmeza de sus pasos y la determinación de su visión, confirma que la vida no es más que una oportunidad de crecer y ayudar a otros a hacerlo.

Y si siguiera por éste camino tendría que escribir no sólo éste artículo si no tomos enteros de todas esas maravillosas mujeres que me han enseñado y me enseñan tanto con su generoso apoyo y concejo, como el hada madrina: Gloria María Guerra -como le digo, creo que resume lo que siento por ella- Adriana Reyes, voz del cielo para entender la tierra, Vicky Jaramillo, la alegría eterna...

Y así, entre un universo tan infinito como maravilloso, este manojo de letras, no es más que un minúsculo gesto de gratitud por enseñarme tanto cada día a todas estas mujeres, porque insisto, el ser mujer, nunca se deja de aprender.

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