EL MÁS SEDUCTOR DE LOS FANTASMAS (cuento)



Por: MARÍA DEL PILAR RODRÍGUEZ
Twitter: @mapyrosa

Su cuerpo se abrió para dar la bienvenida al ausente, el aire resucitó sus pulmones y en el instante justo antes de abdicar: floreció. La vieja leña de su corazón carbonizado se encendió con la misma ansiedad del juvenil e inexperto de ese primer amor que se convirtió en siempre.

Nunca le importó compartirlo, sabía que tener un hombre como ese para si sola era un acto egoísta.Y tal vez por ello la ruleta de la fortuna le regaló precisamente a ella, la que estaba escondida, esa que no fue contemplada en el inventario literario que hicieron de sus amantes; la certeza de que lo seguiría teniendo con augurio eterno, mientras se enganchaba sobre él, justo en el banco delante del caballete de sus glorias.

Sus manos la asían por la cintura como si fuera una muñeca diseñada para el placer y la allanaban en ese roce de carnes que la obligaba a torcer el torso de esa forma que el amaba, por que dejaba expuestas ante sus ojos esas tetas que se integraban como un par de lomas erectas, al mar embravecido que jugaba a ser su escenografía en el ventanal del fondo.

Ángela, su nombre fue lo que encontraron escrito en las paredes del taller abandonado. No era lo único, pero si lo más grande, lo más repetido, lo más preponderante... Entre fórmulas de pigmentos, números de teléfono y hasta una receta de cocina.

Ángela estaba presente en su mundo desde hacía años, como esa deliciosa musa de media noche, de media tarde y de aquel medio día, cuando nuevamente arrasó con su cuerpo todo lo que estaba sobre la mesa de trabajo. Ajusto sus piernas contra él, como quien se aprieta un cinturón en la corona de la entrepierna, reiterando la batalla con aquel miembro casi al carmín, sediento y furioso que irrumpió nuevamente dentro con una fuerza musicalizada por el traqueteo de la mesa -que aunque tenía aquel uso reiterado-, no lograba acostumbrarse, porque aquel amante era uno de esos muy pocos que lograba reinventarse aún con los mismos recursos. Era un hombre dotado para tener un sexo camaleónico, peor aún: adictivo.

Llegó una pausa, un respiro, y no por desaliento… Ella sabía de memoria que él no era de los que se cansaban fácilmente. Muchos de sus encuentros transcurrían entre dos atardeceres, entre pinceladas y juegos. Como ahora, cuando él salía del taller, desnudo, con el miembro izado, riendo de contento y en busca del que él llamaba su elixir favorito: Un ron blanco de caña brava para templar el espíritu y la piel de ella, superficie en la que siempre terminaba bebiendo más de la mitad del brebaje.

-Las dos mejores copas que conozco están en tú ombligo y entre tus piernas. Le dijo al entrar armado ron en mano, mientras derramaba sobre aquel cuerpo aporcelanado un chorro ardiente de ese líquido que encendía las entrañas de Ángela con una llama atizada por el órgano penetrante que la llevaba por el delgado límite entre el dolor y el placer.

Su sentir ante su ausencia era distinto al dolor, era una sensación de desasosiego, algo más parecido a la ansiedad, más cercano a la necesidad, que a la angustia. Una emoción que se encontraba muy, muy lejos del corazón.

Esa certeza terminó de posesionarse en su cabeza aquella misma mañana, cuando escapada del encierro -en una ciudad altiplana donde rumiaba su dolor desde meses atrás- tuvo la certeza de que más que dolerle el corazón, le ardía el bajo vientre por su ausencia.

Lo que había descompuesto su carácter más que el hecho de no escuchar su voz, era sentirlo distante de sus entrañas. El cuerpo le reclamaba con cada célula, el ingreso a su vientre y aún a su boca, del invitado al que le dieron residencia a término indefinido desde la primera vez.

Ella caminaba distraída una de las exposiciones del afamado pintor, dejó que la fuerza sobrehumana que habitaba cada pintura permearan su espíritu. Se sentía realmente feliz, el brillo de cada imagen la cautivaba y a la vez la intrigaba. Secretamente había deseado conocerlo, conocer al dueño de aquel pincel... Como una de esas utopías que se tienen guardadas en el baúl de los imposibles, no como parte de la historia que aquella voz de galán bestial comenzó a dibujar en su oído cuando acercándose por detrás le dijo: -Siempre he pensado que las mujeres entienden mejor mi obra que los hombres. Debe ser porque en las bellas como tú, me inspiro.

No podía perder la oportunidad de sentirlo; se dio la vuelta antes de que la última sílaba acariciara su tímpano. No lo vio, se perdió en su mirada azul que parecía un maremoto contenido en dos pequeñas urnas de cristal. No lo vio, sintió como la electricidad que le recorría desde el cuello la humedeció. No lo vio, quedó simplemente perdida en su presencia rubia de manos gigantes y cuerpo atlético. No lo vio ni lo escucho, lo siguió como hechizada a una y dos y tres fiestas que había esa noche en la que su alma empezó a hervir.

A estas alturas, en medio del incendio de sus memorias mutuas, Ángela no recuerda la totalidad de sus palabras de esa noche, pero si podría recitar cual lección escolar todas las caricias que bocetó en su cuerpo esa madrugada.

Por un momento se alejó, una vez la supo desnuda se alejó y se tumbó sobre el sofá a observarla. Estudió su anatomía como si estuviera pintándola en ese mismo instante, la recorrió insistentemente con sus pupilas incendiadas por un deseo antropófago y concluyó como una orden: -Hoy no saldrás de aquí.

El cuerpo de Ángela había aceptado su destino antes de sus palabras, por ello fue precisamente ella quién lo mantuvo en aquella cama acaballada sobre su sexo, moviendo las caderas con un ritmo suficiente para alcanzar otra estación orgásmica de una historia rebosada de placer. De un placer eterno...

Salió de la casa blanquiazul entre exhausta y satisfecha, el dolor del muslo derecho volvió. Eso quería decir que nuevamente había sido feliz en la casa de su vikingo, unas gotas de sangre a través del pantalón lo corroboraron.

Extrañaba ese dolor, le hacía falta saber que ese recuerdo indeleble de pasión enfermiza estaba aún ahí, en lo alto de la pierna derecha, como esa marca de propiedad que él le hizo para marcarla para toda la vida.

Ella eligió la sombra como el lugar propicio para tenerlo, vió desfilar por su casa y por las revistas en su compañía a decenas de mujeres, pero el teléfono siempre volvió a repicar y su voz vikinga volvió a pedir un encuentro, uno, otro y otro más. Al punto de que ella, Ángela, abandonó su propia vida y se mudó a pocas cuadras de la casa de él, a la orilla del mar.

Esa tarde, salieron juntos a comer en un restaurante cercano y se encontraron a un amigo pintor que al ver a Ángela, su cándida y a la vez apasionante hermosura la llenó de elogios que se hicieron furía en la mira del Vikingo. el mismo que esa noche, en medio de la fuerza del sexo encendido le hizo una herida vertical, profunda, en el muslo derecho; esa que nunca sanó del todo y que volvió a doler y a sangrar cada vez que el éxtasis les llenaba los cuerpos.

No fue a su entierro, no quiso acompañarlo nunca a los eventos sociales de su vida de artista famoso, no lo iba a hacer ahora cuando solo estaban sus huesos. Lloró solo los primeros tres días mientras recogía todas sus cosas para regresar al frío altiplano cerca de los suyos, para poder taimar lo que todos llamaban luto.

Las lágrimas se secaron y con ellas la herida de su pierna pareció desaparecer y quedó entonces una angustia que le impedía hasta respirar. Seis meses después de que saliera el féretro de aquella casa, cuando la locura estaba a pocos milímetros de mudarse a su vida, decidió regresar a aquella ciudad caribe, a pararse frente a la puerta azul, que se abrió como tantas otras veces, para adentrarla en un universo de placer, pero esta vez para siempre... Aquel Vikingo bestial la invitó de nuevo al taller, desnudó su cuerpo con la ansiedad de las bienvenidas aplazadas, la sostuvo por la cintura, la montó sobre su sexo en el banco del caballete, la zarandeó hasta que su torso logró mostrarle las tetas contra el paisaje como le encantaba, y juntos llegaron a un orgasmo que le dio la certeza a Ángela de que era suyo, de que su Vikingo se había resistido a irse al llamado de la muerte y se quedaría ahí, en sus brazos, como el más seductor de los fantasmas.

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