ALEJANDRO OBREGÓN: cien años de amor a una quimera
Por: María del Pilar Rodríguez
Curadora de arte, investigadora,
escritora.
Alejandro Obregón por Abdú Eljaiek |
La
amó, la amó desde el primer momento. Desembarcó desde su Barcelona natal y la vio.
Era libre y joven. Su capacidad de asombro estaba casi recién nacida, con ella
podía fabricarse cualquier fantasía: se enamoró.
Desde
entonces, las maneras de la escuela europea y hasta el sable y el florete
quedaron en segundo plano, el centro de su vida se volvió estudiarla,
recorrerla, asumirla. Porque entenderla, supo desde el principio, era cosa que no
iba a lograr. Ella era infinita, exuberante, colorida y a veces tan dantesca;
que ni dedicándole cada minuto de cada día -como efectivamente lo hizo- iba a
lograr comprenderla.
Seductora,
tal cual la cadencia de sus redondeces y sus precipicios; húmeda en los bajos y
árida en los altos, con un brillo altivo que no se desvanecía ni en sus peores
horas. La amó.
Terminó
bañándola en el elixir áureo que se les confiere a los enamoramientos eternos,
esos que no dan tregua, ni de día, ni de noche. Ni siquiera cuando su desidia lo
llevaba al borde del Volcán de Galerazamba renunció.
Alejandro Obregón por Olga Lucía Jordán |
Él
era un valiente, de esos que no le temen a la fuerza telúrica de los seres
indómitos, de esos que se embriagan con las altisonancias y los despropósitos,
de esos que son testigos y partícipes de ese otra que es delirio, risa, llanto:
arrojo.
A
ella le envenenaron las aguas, un tirano insolente de esos que no saben amar sin
agredir a quien aman. Las fieras vikingas que era sus manos arremetieron
entonces en acusaciones y juicios verdi-azules, ahogando la ciénaga en el
confuso negro de los días aciagos, vertiendo la densidad viscosa de su dolor
cerrado.
Abandonó
sus pupilas a las leyendas que antecedieron su paso, buscando el hilo de
Ariadna hacia ese corazón esquivo; le pidió a Guatavita y hasta un
insigne manco, que le ayudaran en sus duelos ancianos. Invocó a Ícaro
que nuevamente cayó calcinado en medio de un mar caribe que guardaba la sal del
llanto, del vientre muerto a manos de quien convirtió el festivo color de
otrora, en gris de Violencia y silencio de quebranto.
Siguió
caminando, recorrió las calles aliñadas por la arena y gobernada por los cantos
africanos, orquestada por fantasmas añejos y casas de cal y canto, donde
encontró un nuevo refugio para seguir trabajando en odas de conquista a esa que
tanto, tanto le había dado: le había dado motivos, sueños, impulso para
inventar respuestas donde hasta las preguntas se habían marchitado.
Fue
amarillo, fue rojo, fue blanco; Búho y Cóndor, protegió alcatraces. Usurpó el cielo diáfano, donde cada mañana se sentaba a tratar de
volar tan alto tan alto, que ella de pura admiración se rindiera en sus brazos,
solo aceptando que él la amaba más que nadie en su mundo cercano.
No
se dio tregua y se levantó día a día con ímpetus nuevos, como si los dioses trabajaran
solo para alimentarle durante el sueño, las ganas de ella y sus misterios. Como
si hubiese nacido solo para mantenerse en celo, por esa tan extravagante como
coqueta antes sus ojos… Esos ojos azules que por ella y para ella lo veían
todo, lo pintaban todo, en medio del silencio, o de esas notas de Satie que le arrullaban
el carácter, en esos días locos en que huía a los brazos de otras amantes, que,
en zalamerías y halagos, no hacían más que recordarle que su reto era eterno.
Alejandro Obregón por Abdú Eljaiek |
Y
regresaba entonces con su camiseta a rayas, con sus pinceles y el Pielrroja de
rigor, al ritual cotidiano de lograr la atención de la diva de sus sueños. La
que era imposible rodear en un abrazo, para la que no le alcazaba ni su inglés
perfecto, ni sus dotes de cocinero, ni su porte de galán, ni sus manos de
carguero… Para ella solo existían sus ojos, sus colores, sus dotes de obrero de
la sensibilidad humana, poeta de los lienzos, que hacía volar cóndores donde
otros solo vieron materia… Pigmento.
Los
años fueron pasando, y aunque trató de olvidarla explorando otras pieles, otros
paisajes y otros brillos, regresó a ella con la certeza de no querer
abandonarla, de seguir regodeándose en sus matices, de investigarle las entrañas,
de batirse a muerte con sus tragedias, en un duelo de hombre contra diosa, en
una maratón de odas para las que se castigaba el cuerpo en la sentencia férrea
de lograr lo eterno; con un par de manos bruscas, un corazón de pirata y una
visión de genio. Invertida sin prevenciones en esa que fue su amor eterno.
Perdió
el lazo con su origen y se entregó a su sangre, sedujo a sus hijos para
asegurar el camino a ese corazón tantas veces herido y remendado, que el acariciaba
en grises y eclipsaba en escarlatas fulgurantes, de la ternura al llanto.
Le
conoció las curvas y las pacientes aguas, intentó gobernar sus truenos y entender
sus ansias, que corrían en vientos alisios, en toques de hada, que fueron Ángela,
Anunciación y Anunciata.
Se
hizo escoltar por Dédalo y busco nuevas notas para su sinfonía en La
Victoria de la Paz soñada. Reconoció su amor, lo confesó en un alarido tan
alto que alcanzó para mover a Tres cordilleras, dos océanos, para luego descansar
su delirio en un Amanecer en los Andes a tres pasos de dos Mojarras,
una Barracuda, Trocóndor, una Elegía a Picasso y una niña
poeta.
Alejandro Obregón por Olga Lucía Jordán |
Fue
Tierra, Mar, Aire y también Tierra, Mar, Río, casi
se vuelve loco tal cual uno de sus antepasados, fue corsario, emisario y
gregario, de una bandada de aves que se le volvieron canto, canto de amor a la
gloria de quien amó tanto.
Al
contrario de lo que muchos aseguran, Alejandro Obregón tuvo solo un gran amor.
Ese que lo movió a explorar desde el corazón del Catatumbo hasta la raigambre
de la Amazonía, para el que tuvo toda la atención, la paleta: la existencia misma.
Un amor de esos raros para los que cien años son apenas una miga, en la trayectoria
de eternidad que a amores como este les depara la vida.
La
dueña de sus motivos, sus investigaciones, su obra y su disciplina, es una dama
enorme que hoy lo ama en los ojos de sus vástagos. Una princesa suramericana
acariciada por dos mares y atravesada por tres cordilleras, que fue de él en el
lienzo, el papel, el bronce y la madera, como solo se entretejen el destino y el
más grande amor que haya dedicado cualquiera. Algo más parecido a la devoción
que a otra cosa, entrega espiritual y material, a ese gran amor: Colombia, esa
que hizo suya en cada instante de esa existencia de leyenda, que hoy cumple
cien años, cien años de amor a una quimera.
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