Alejandro Obregón: El más seductor de los fantasmas.


POR: María del Pilar Rodríguez
Curadora de arte/ Investigadora / Escritora

Alejandro Obregón por Abdu Eljaiek

Alejandro Obregón es mi alucinación predilecta, me persigue y yo a él desde antes de que hubiese un antes en mi vida. Ya es leyenda familiar mi manía de mencionarlo desde cuando aprendía las primeras rondas infantiles. Asunto que lucía inexplicable hasta hace unos meses, cuando hurgando en los recuerdos de mi madre, y la más anciana de mis tías, tras muchas especulaciones, hemos llegado a la conclusión es un tema que me fue inoculado en mi natal Barranquilla, en el jardín infantil donde me enseñaron la A de Alejandro y la O de Obregón, así como el resto de las vocales, bajo la tutela de la directora del lugar: una artista que convirtió su taller en una especie de rectoría de aquella casa grande que mi memoria solo logra asociar con color.

Colores con fuerza de cóndor, volatilidad de barracuda y la mística del parque de Salamanca que amanece con la fuerza de Volcán de Galerazamba a la espera de una noche de Simbología de Barranquilla, donde Tierra, Mar, Río le dieron a él sus razones y a mí los sueños que motivan estas líneas.

Devenir alimentado por lo que hasta el día de hoy considero fruto de una magia casi inexplicable… Antes de siquiera soñarlo varios de los amigos de Obregón se convirtieron en mis maestros -empezando por Camilo Calderón, seguido por Umberto Giangrandi, Wiston Caballero, Norman Mejía, coronando la pléyade María Teresa Guerrero-.  Privilegio que podría asumirse como suficiente para que comprendiera que esto de explorarlo e intentar comprenderlo sería una forma de vida, pero no, como pasa con las cosas que son parte del alma, la vida me tenía mucho más por delante...

Sonó el teléfono, era una tía que me decía en términos un poco enrevesados que tenía al frente a Rodrigo Obregón -hijo de Alejandro- quien pedía hablar conmigo. ¿Conmigo? ¿Y por qué? Extravagantemente en Barranquilla ya era un poco conocida mi pasión por el tema de Obregón, al punto de que su hijo ya lo sabía. Hablamos, pidió conocerme, unas semanas después nos encontramos en Bogotá.

Con Sonia Osorio y Rodrigo Obregón
Semanas que se convirtieron en meses de conversaciones, amalgama de encuentros invaluables a los que se sumaron: su hermana, su madre y luego otra legión de seres no solo cercanos, sino cómplices absolutos del cóndor que habitaba mi cabeza, más allá de lo que alguno de ellos pudiera llegar a imaginar.

Cada cosa que me contaban me cortaba el aliento, me aceleraba el pulso, hacía que intentara que mis sentidos fueran cada día más agudos para valorar los regalos que cada encuentro me deparaba, pues como flor en primavera cada uno se abría a mí con una generosidad impagable.

Alejandra Jinete -Playita- la ahijada adorada de Alejandro, entró un día en su cocina y me llevó de la mano a degustar uno a uno los platos que amaba su padrino. Día en el que la comida empezó a tener otro sentido, y cada bocado fue entonces un espectro de sensaciones que condimentaban una historia, la historia del hombre de los amuletos, del pintor huracanado, de un español de nacimiento y barranquillero por vocación llamado: Daniel Alberto Alejandro María de la Santísima Trinidad Obregón Rosés.

No conocí personalmente a Obregón, mi cédula es un testimonio de ello, y eso, más que una pérdida, ha sido el placer de descubrirlo pluma por pluma, escama por escama, pétalo por pétalo a través de varios de sus amores, de algunos de sus investigadores, un puñado de sus cómplices y hasta uno de sus galeristas. Pasando por supuesto por sus fotógrafos y uno que otro de sus más fieles coleccionistas.

Laberinto en el que, cual hilo de Ariadna se me va tendiendo un camino que me hace avanzar cada día más hondamente en el mundo de su sensibilidad y su estética, trayecto en el que todo parece gobernado por la diosa de la Serendipia, en función de lo que el señor futuro ya encontrará la forma de aclarar.

Museo de Arte Moderno de Cartagena
Mis primeros sueños curatoriales nacen justamente en un museo cofundado por él y que ostenta como logo un grafismo suyo. Ese Museo de Arte Moderno de Cartagena, esas salas de cal y canto que han sido testigo de esta admiración, sobre todo tras comprobar -habiendo profundizado en la investigación- el carácter de espejo excelso de la colombianidad que constituye la propuesta obregoniana. Placer obligatorio para cualquiera que realmente quiera comprender nuestra historia, nuestra naturaleza, pero, ante todo, las particularidades de la fuerza indomable que nos habita, esa misma que entre catástrofes hace a Colombia el país más feliz del mundo.

Conciencia de su importancia histórico social, que sigue alimentando este idilio plástico – poético a base de la exploración de sus piezas. Voy tras de ellas a museos, colecciones privadas y exposiciones. Ningún esfuerzo me resulta demasiado, porque son citas en la que entre sus colores y mis ojos median llamaradas de impactos multisensoriales solo comparables al enamoramiento visceral. Ese mismo que a grito herido me recuerda su hija Silvana cada vez que me encuentra frente a la vieja casa de la Calle de la Factoría en Cartagena, expulsándome abruptamente de mi letargo idílico bajo la frase: -que ya entre nosotras es casi un salmo- “¡Enamórate de un vivo!”. Poco ortodoxo ritual que nos saca una carcajada cómplice, esa que solo conocen quienes habitan la certeza de estar unidos por lo inexplicable.

De la policromía de su exacerbada paleta de altisonancia caribe y claro origen francés, emprende unas cornadas taurinas en la pupila con dirección al corazón, de donde termina emergiendo un ecosistema marino que se asienta en el alma, hasta convertir su mundo en el nuestro.

Alejandro Obregón por: Olga Lucía Jordán
Universo donde el asesinato, la tortura, la masacre y la injusticia nunca quedan impunes, donde el desastre ecológico es denunciado a plenas voces, donde la pasión por el femenino se exalta con la misma fuerza que la candidez y la inocencia, de esa Anunciación que le cuenta a la humanidad que en esta Colombia -de la que se hizo hijo por elección- renacerá un día La victoria de la paz. Un amanecer donde no habrá más Velorio de estudiante muerto, más allá del mundo pictórico de este Trocondor colosal que pincel en mano nos enseña que Blas de Lezo era un teso y el Dédalo, un hermoso caballero caribe dispuesto a custodiar su propia memoria a unas cuadras de Galerna.

Barracuda, Cóndor, Mojarra, Flores Carnívoras, habrán muchas, pero ninguna tan esencialmente colombianas como la de este pintor, que a timonazo en el Catatumbo le demostró a sus padres que la suya era una vocación bestial, que no necesitaba aplauso de la academia para cambiar de un solo brochazo la historia del arte latinoamericano desde la colección Rockefeller hasta la Pinacoteca del Vaticano, a punta de una frescura exquisita de colores infinitos, orquestados entre la historia, el paisaje, la mitología y una capacidad de predicción que cual evangelio futurista ya nos anunció que si algún ser estelar va a llegar a nuestras tierras, lo hará a Cartagena de Indias, en una noche de truenos, posándose en un punto del mar, en el que sea claramente visible desde la ventana del taller que edificado sobre una bala de cañón colonial exhaló la expresión plena y absoluta de lo que realmente significa libertad. Viaje interestelar que quizá sea solo motivado para rendirle culto a Guatavita o tener una cena frugal con el sancocho de santo pontífice -del que hablaba García Márquez-, servido en la Mesa del Gólgota a manos del más seductor de los fantasmas.


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