CIEN AÑOS DE SOLEDAD: Joven inmortal de la literatura universal.
Aproximación a la obra máxima de Gabriel García Márquez el día en que se
conmemoran 50 años de la publicación de su primera edición.
POR: María del Pilar Rodríguez
Investigadora y conferencista
sobre Gabriel García Márquez
Cien años de soledad es un libro
infinito, esa es la conclusión a la que he llegado al completar 8 años de estar
sumergida en la vida y obra del escritor hispano parlante contemporáneo, hoy
por hoy más leído del planeta tierra: Gabriel José de la Concordia García
Márquez, a quien prefiero decirle Gabito, como me enseñó su propio mundo a llamarle,
tal cual le decía Papalelo, en esa infancia entre las historias de guerra de
este y los cuentos sobre naturales de la abuela Mina, quienes sin saberlo, en
combinación con las primeras letras recibidas de Rosa Helena Fergusson a la luz
del método Montessori, en medio de un laboratorio de globalización -como aún
era por esos días Aracataca- se constituirían en el caldo de cultivo de una de
las plumas más valiosas de la América, aunque muchos coterráneos del escritor
aún insistan en hacer la afirmación, de que García Márquez no le dio nada a
Colombia; en lo que yo de cuando en cuando casi que les doy la razón…
Efectivamente García Márquez solo le dio una cosa a su natal Colombia: la
inmortalidad.
Un asunto que es poca cosa por cierto
para las pequeñas mentes que ven en él solo sus preferencias políticas, y no el
genio que le dio el más valioso regalo a su nación: que más de 200 millones de
personas en el globo -cálculo aproximado de lectores de Cien años de Soledad a
mayo de 2014- tengan referencia de un país en la tierra suramericana, donde vio
la luz del mundo, y más allá de ello, se inspiró, ese escritor que combinó la
magia con la realidad mediante una alquimia volcánica que consiguió que se
hiciera realidad uno de los sueños de José Arcadio Buendía; descubriendo la
piedra filosofal que convirtió cada una de sus páginas textualmente en oro;
desde aquel 5 de junio de 1967 en que editorial Suramericana hizo amanecer en
los quioscos de Buenos Aires la primera edición de 8.000 ejemplares del
fenómeno literario latinoamericano por excelencia. Una creación por cierto de
índole transnacional latinoamericana: engendrada en Colombia, gestada en México
y nacida en Argentina, materializando sin saberlo un cordón de unión que fue sueño
de muchos, entre ellos de ese Simón Bolívar que tanto admiraba García Márquez
como herencia de su abuelo, misma mirada certificada por sus líneas en 1989
bajo el título “El general en su laberinto”.
En un Buenos Aires lector como
ninguna otra latitud americana a esa fecha, bajo el sofisticado criterio de los
compradores que se acercaban a los quioscos en busca de revistas, periódicos y
novedades literarias, la portada de última
hora del libro de un colombiano más bien desconocido llamó la atención
de un par, que atrapados por el hechizo de los entuertos de los Buendía,
multiplicaron por miles los interesados que acabaron en muy poco tiempo con la
primera edición -que de hecho había sido ambiciosa para el tamaño de los
tirajes de aquella época-, haciendo que a la llegada del escritor a la ciudad,
solo quedaran mínimos vestigios de aquella prima impresión que marcaría de
manera indeleble la historia de la literatura universal.
Historia, que comienza a cuajar en mi
natal Barranquilla, el sábado de carnaval de 1950, cuando Luisa Santiaga
Márquez llega en busca de su hijo mayor desde su residencia en Sucre, Sucre,
para que la acompañe a vender la casa, la casa de los abuelos, enclavada en la
Zona Bananera en un pueblo polvoriento donde los almendros del camellón veinte
de Julio, la casa del muerto, las cuatro esquinas, la casa e tabla, la antigua
escuela, entre otros parajes; esperaban a García Márquez para darle la dosis de
nostalgia que haría emanar de sus manos los elementos faltantes para completar
la fórmula que venía cocinando en unos manuscritos que cargaba en una carpeta
de cuero -encontrada en medio de los desmandes del 9 de abril en Bogotá- , bajo
el título de “La Casa”, narrativa que se desarrollaba en un pueblo que hasta entonces se llamaba
Barranquilla; esto último, cambiado para siempre en ese viaje que aunque
infructuoso para vender la casa, fue el más glorioso para nuestra historia
literaria.
A bordo del viejo tren que a cambio
de la gloria de otro tiempo ostentaba solo la destartalada soledad del abandono
tras la huelga de las bananeras, sentado viendo por la ventana como el paisaje
se transformaba de mar a selva, un letrero al borde de la carretera resonó en
su cabeza con la fuerza de las maravillas deparadas por el destino: Macondo.
Una palabra que sin ser hija de su imaginación es sin duda hoy por hoy más suya
que de cualquier otro, porque en ella se resume la densidad de ese mundo que se
concretaba en su ser y que 17 años después tendría el primer encuentro con el
público que aún hoy, pasados cincuenta años no deja de venerarla.
Desde Beijing hasta la Patagonia, a
todo lo largo y ancho del globo son innumerables los adeptos que esta pieza
escrita día a día conquista, por su naturaleza entre desenfadada y altamente
estética, pero ante todo por su
condición tan infinitamente humana que permite al lector verse reflejado ahí,
en un puñado o en todas las páginas, porque apela a la condición esencial de la
humanidad: la sensibilidad primigenia, que es lo mismo que hace que nos sigamos
sintiendo tan cercanos a la pintura rupestre y cuyo glorioso antecedente nos
deja claridad que a Cien años de Soledad es aún infinito el camino que le queda
por recorrer de la mano de la humanidad, como un sendero que además los conectará
siempre con Colombia.
Con ese pueblo andino, frío, de aires
virreinales de donde salió una de las mujeres más bellas de la obra: Fernanda
del Carpio. Mismo lugar a donde fue a guardar silencio Meme, tras la trágica separación
de su amado Mauricio Babilonia; un lugar cerca del cual murieron las últimas
mariposas amarillas hijas de ese amor y nació el penúltimo Buendía que sería el
padre de aquel que finalizando la novela se comerían las hormigas, con todo y
su cola de puerco. Un lugar sin nombre en las páginas de la obra pero que hoy
reconocemos como Zipaquirá, el lugar donde García Márquez terminó el
bachillerato, adquirió el gusto por la música clásica, entre otros patrimonios
andinos que tuvo en la vida, como aquel día en la pensión de la calle Florián
en Bogotá, donde su compañero de habitación le haría un préstamo literario de
tesoro: La metamorfosis de Kafka, páginas en las que descubriría que era
posible escribir cosas fantásticas con la misma naturalidad con la que hablaba
su abuela de lo inimaginable, encuentro que lo entregaría a su vocación
definitiva: la de novelista.
Ciudades llenas del frío antónimo de
su caribe en el que encontraría inspiración para otros muchos personajes como
Juan de las Nieves, aquel negro de belleza incómoda que atendía el restaurante
La Cueva en Cartagena, y que hoy reconocemos como Catarino, el hombre que
atendía el bar de Macondo, gracias a cuya descripción identificamos con la Casa
e Tabla de ese Aracataca donde Monseñor Espejo regaló a la imaginación de
Gabito el sacerdote que levitaba por gracia del chocolate caliente, en una
ciudad donde la belleza asciende al cielo agarrada de una sábana que desde su
estudio de escritor en ciudad de México -la cueva de la mafia- identificó como
el mejor recurso para hacer creíble aquel sortilegio.
De Cien años de Soledad, los motivos
que la hicieron realidad y el collar de anécdotas que rodearon su publicación
se han escrito ya libros enteros, siendo el más lúcido de ellos el de Gabriel
Eligio García Márquez -el menor de los hijos del telegrafista de Aracataca-,
quien a solas con su inquietud, sin consultar a su hermano, publicó “Tras las
claves de Melquíades”, una investigación de amorosa filigrana que nos permite
trasegar los laberintos que hicieron nacer a esta obra que ya en ya en
sus primeros 50 años se erige como un gallardo clásico, joven inmortal
de la literatura universal.
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