HOTEL CARIBE: Lo bueno puede ser para siempre.
Crecer en una ciudad como
Cartagena de Indias enseña a privilegiar lo antiguo sobre lo moderno,
haciéndonos virar siempre en primera instancia con mayor intensidad sobre
aquello que arquitectónica o anecdóticamente nos antecede siglos… Y es
comprensible. De hecho, yo misma, tras décadas de explorar esta ciudad, aún sigo
sintiendo con frecuencia el aliento cortado frente a la fuerza ancestral de las
baterías de murallas, los sacros claustros y todo aquello que en la bien
llamada heroica permanece como testimonio de coralina, cal y canto del paso del
tiempo y de los hombres.
Sin embargo, trasegando entre
todo este patrimonio colonial, en contraste con las historias de brujas que
desde el palacio de la inquisición se nos cuentan, a hurtadillas entre los
mitos corsarios que grita el Museo Naval del caribe, a expensas de San Pedro y
Santa Catalina; mientras en el Colegio Eucarístico de Manga trataban de
enseñarme matemáticas, al tiempo que yo usaba las cuadrículas destinadas para
los números, para enhebrar un cuento del que el protagonista era mi profesor de
biología transfigurado en Drácula; la vida siguió su curso, tejiendo lejos de
lo santo y lo colonial una historia tan personal como valiosa en las entrañas
de un lugar que entre lo moderno y lo comercial, sobrepasando hoy mínimamente
el siglo, ostentando entre sus títulos ya el honor del patrimonio, a instancias
de las historias de marqueses, virreyes y obispos, resguarda entre sus paredes
la más preciada memoria de más de uno, incluida la mía, aunque consciente de
que soy quizá la menor de los miembros de la partitura histórica que ahora
mismo continua creciendo en el Hotel Caribe.
En éste lugar muchas cosas fueron
primero, en la ciudad y aún en el país: El concurso nacional de belleza, el
festival de cine, entre otras tantos eventos y celebraciones tan reconocidas
como desconocidas, pero que sin duda son parte muy valiosa de la valía
contemporánea de este patrimonio histórico de la humanidad.
Y aquí parada en la puerta, con
mis ojos atravesando sus imponentes arcos de fachada frente al mar caribe,
puedo evocar sin titubeos la historia de mi primera publicación. En mi cerebro
tiene un lugar de diáfano privilegio el día que hice mi primera entrevista,
podría señalar sin duda la ubicación de la mesa frente a la piscina en la que
encontré al primer personaje que perfilé en mi vida. Yo tenía 17 años, lucía la
jardinera granate del uniforme escolar, iba con unas compañeras y una
profesora, invitadas a escuchar conferencias por parte del festival de cine y
mientras tomaba su desayuno encontré a Jorge Cao, un actor que se me había
metido en la cabeza a través de un personaje televisivo y que con su actuación
alimentaba mi idea de algún día ser libretista.
Nos atendió amablemente, no puedo
recordar que preguntas le hice, aunque para ello la vida deja ayudas de memoria
impresa y en el periódico del colegio de aquel año, quedó el testimonio de lo
que fue aquel encuentro en el comedor del hotel.
Un comedor que años más tarde,
cuando ya Sandro Marcovich gobernaba las cocinas, fue la trinchera de otro
sueño: el de periodista de televisión… Corriendo por los pasillos, acolitada
por Néstor y bajo el silencio cómplice de doña Patricia, me estrene como productora
de trasmisiones en directo desde los aún hoy extraordinarios jardines, para el
magazín de Telecaribe “Hola que tal”… Brincando de pasillo en pasillo, haciendo
piruetas para lograr la señal y atendiendo invitados como príncipes, aquellos
días de creación televisiva fueron la oportunidad para conocer el hotel de
arriba abajo y comprender que en esencia no está hecho de ladrillos si no de
corazones.
Una de las particularidades que
tiene este hotel es la tradición emocional que emana, porque sus empleados cumplen
décadas en sus oficios, llegando a conocer su labor tanto como para que cada
cosa que hacen les salga con una naturalidad poética, estableciendo con su
trabajo y por supuesto con el sitio en el que lo desempeñan, una relación
amorosa que hace que transpiren una dulce alegría que, a mí en particular, me
ha facilitado más que la vida: los sueños.
Años más tarde, ya finalizando
mis estudios de comunicación social y ya al frente de mis aventuras
curatoriales, toqué la puerta del hotel para lograr su patrocinio para una
exposición de arte, hospedando un artista que traía de México… Corría el año
2001 o 2002 y la respuesta de Sandro fue tan instantánea como cómplice… Un sí,
que reiteraría en el 2006 Erika Janna para la exposición de Jacanamijoy que llenó
los pasillos de artistas y mientras Nadín Ospina, Umberto Giangrandi, León
Tovar, entre otros, ocupaban las más bellas habitaciones, todo el hotel en
pleno parecía sonreírme en un tinglado de dulzura que de verdad hizo ligeras
las complejas cargas que uno se echa encima a los 25, soñando en grande.
Y así, en el 2007 aparece Ana
Beatriz Ángel, que como su apellido lo indica extendió sus alas y también se
volvió cómplice de mis sueños, apoyando una y otra vez con la participación de
todo el equipo, cada idea, cada exposición y cada evento que por mi cabeza
pasaba…
Y si como periodista y como
curadora de arte me apoyaron, como relacionista pública me ayudaron a hacer
milagros… Contratar eventos con el hotel como relacionista pública fue siempre
la certeza de la delicia, de esa cocina tan vernácula como la de mi casa, donde
no existe el miedo a la cantidad de personas a atender y donde todos parecen
danzando a un mismo ritmo.
Pasan los años y vuelvo al
caribe una y otra vez en medio de un idilio que los años hacen crecer, porque
cada vez que camino sus jardines, que sus almohadas me reciben como un abrazo
conquistador, cada vez que Francisco Montoya con una sonrisa galante apoya una
nueva idea, se renueva en mis sentidos como solo lo logran los grandes
seductores, esos que te saludan con un dulce de coco, que inician tus días con
la mejor arepa e huevo del planeta, mientras el ascensorista te sonríe con su
amabilidad a prueba de calores, al igual que los pasamanos de bronce
eternamente brillantes, como los pisos de los salones de baile que si hablaran,
podrían confesarnos los secretos de Marlon Brando, Greta Garbo y Gabriel García
Márquez; entre otras muchas luminarias que tienen con certeza estampado en sus
historia el nombre caribe de éste hotel.
En el Hotel Caribe he soñado, he
vivido, he inventado lo mucho y lo poco. He intervenido sus jardines con
esculturas, he coordinado fotografías y consolado amigos; he gozado en su playa
y me he reído en su piscina, he conversado largo en el bar bolero sobre el
coctel favorito de Obregón, me he extraviado entre la capilla y la bajada al
edificio moderno, me he escondido bajo sus puentes y he sentido alegría de
comilona en sus asados de quiosco; pero quizá solo hasta estos últimos días en
sus remodeladas estancias he comprendido que con todo lo aquí acontecido, aún
falta mucha historia en estos pasillos por enhebrar, porque como sucede con
todos los verdaderos lazos y los grandes hoteles, siempre tienen un as bajo la
manga, reinventándose mediante una alquimia desconocida que extiende el idilio
desde la sonrisa con la que hace unos días salí de su recepción, al lugar donde
los bellos recuerdos trabajan por vivir hasta viejos, haciéndonos retornar a
ellos, como volverán mis sentidos al Hotel Caribe a confirmar que lo bueno
puede ser para siempre.
Comentarios
Publicar un comentario