¡Renuncio a la descontinuación de la fragilidad!

 

Por: María del Pilar Rodríguez

Obra: Oscar Azula

“Las mujeres no lloran, las mujeres facturan…” es el estribillo de una canción reciente de mi coterránea Shakira que nos confirma cuan bien visto, de hecho aplaudido, es que las mujeres renunciemos a nuestra vulnerabilidad. Idea que se nos reitera bajo diferentes lentes o frases de manera cotidiana, que nos mutilan el derecho a sentir y expresarlo.

Rechazo a la idea de ser frágil, frente a la cual, ya yo he pagado un precio tanto emocional como físico. Y por eso, porque conozco sus consecuencias hoy me doy a la tarea de desaprender la vieja lección de: “debes ser fuerte”, que aunque me ha traído muchos beneficios, no me había detenido a ver el lado dañino de esa premisa.

Y es que no, la fortaleza por sí misma no es mala, lo que pasa es que la hemos asociado con conductas que sí son perjudiciales… Hemos aprobado y sobreexplotado social y privadamente una fortaleza equivocadamente entendida como la anulación de las expresiones de dolor, la abstención de pedir ayuda, la negación de los errores, el pánico a la derrota, la falta de franqueza para expresar abiertamente las emociones. Entre otra variedad de actitudes que le fueron inculcadas al masculino a la luz de una formación machista tradicional, y que el femenino se ha apropiado como parte del estandarte de liberación y autonomía.

Asunto que no es nuevo, lo he confirmado en historias de mujeres excepcionales, y que ahora, no solo observo desde sus hazañas, sino también desde el peso que se impusieron en ese juego malevo de: “Yo soy una mujer moderna, soy una mujer fuerte”. Actitud que le sumó a sus odas intelectuales; la ansiedad propia de alguien que no admite su fragilidad.

Mujeres que aún antes de la aparición de las redes sociales, vendían una imagen incólume, forzando a su cuerpo y sobre todo a su mente, a renunciar a todo aquello que indicara que no eran absolutamente autosuficientes. Como si necesitar apoyo, ayuda, afecto o atención, fuera un peligro inminente para su reputación.

Susan Sontag, Carmen Balcells, Marta Traba, Mercedes Barcha, Gertrude Stein, Marie Curie, Coco Chanel, Oriana Fallaci, Virginia Woolf, Sonia Osorio, Gloria Triana… Son solo un puñado de nombres de mujeres indispensables para la historia, cuyas vidas son entre otras, reflejo del papel aparentemente angular de la negación parcial o total de la propia vulnerabilidad.

Cerrarnos a la idea de expresar lo que sentimos es una negación de la condición humana, indistintamente de que quien lo haga se considere hombre o mujer. Sentir hace parte de nuestra naturaleza; tanto así que, nunca logramos callar del todo nuestras emociones. Nuestro cuerpo les da voz tarde o temprano, como lo explica la colombiana Claudia Novoa Arias en su libro: El cuerpo grita lo que las emociones callan.

En noviembre pasado mi rodilla derecha volvió a incapacitarme, tras un largo y supuestamente exitoso tratamiento para su “fortalecimiento”. Estaba fuera del país; me sentí molesta, me sentí triste, angustiada… Era mucho el tiempo que había dedicado al “fortalecimiento” de esa rodilla, como para que justo fallara en un viaje que era muy importante en mi trabajo y en mi vida personal.

Debí pasar 8 días en cama, y luego otro tanto con bastón, más un número significativo de fisioterapias -varias de ellas muy dolorosas-, sin embargo, siempre con una cara de palo -como dicen en mi natal Barranquilla-, al punto de que incluso quienes han estado sumamente cerca, pueden pensar que esta recuperación ha sido todo un paseo.

Sin embargo, una noche, un dolor intenso en el pecho me recordó abruptamente que mi padre había muerto de un infarto masivo, y aunque el servicio médico llegó para decirme que no había nada que temer, que se trataba solo de una osteocondritis por estrés; que me dijeran que estaba ansiosa o estresada dolió más que todo.

Dolencias físicas que me avocaron a enfrentar algunas de mis dolencias emocionales: temor a enfrentar mi fragilidad, mis angustias y miedos; la obstinación de decir: ¡yo puedo, yo siempre puedo! Esclava del imperativo impositivo: ¡yo soy fuerte!

Y no, no es que esté tratando de jugar a ser adalid, ni ejemplo, ni nada de eso, por el contrario. He roto relaciones que valoraba mucho, perdido amistades y otros lazos invaluables por mi obstinación en hacerme la fuerte, en mantener la “dignidad” del silencio, aunque como cuando pequeña quisiera llorar, gritar o pedir ayuda. Razones que me han llevado no solo a sumergirme en un proceso de cambio personal, sino me ha movido a invitar a todo ser humano que hasta este renglón llegó, a: escucharse y hacerse escuchar con absoluta sinceridad sobre lo que sienten, temen y quieren. Permitiéndose entender lo que duele, porque duele, y compartirlo, porque en ello hay un gran tesoro que nos da acceso a facetas de nuestra sensibilidad que son sumamente potentes y que con certeza nos sorprenderán en positivo; sobre todo con una vida más liviana y en mi caso, sin dolor en la rodilla y con la claridad de que como una emoción de primera necesidad: ¡Renuncio a la descontinuación de la fragilidad!

 

 

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